Hay tierras donde el toreo no es solo una liturgia, sino una manera de ser, de respirar y de sentir. Pocas comarcas han alimentado el arte de la tauromaquia con tanta verdad como Albacete, territorio que ha dado cinco nombres que brillan como un pentagrama eterno en la memoria del aficionado: Manuel Jiménez “Chicuelo II”, Juan Montero, Pedro Martínez “Pedrés”, Dámaso González y Manuel Caballero. Cinco toreros de esos que no necesitan adjetivos: figuras del toreo, competidores naturales de los más grandes de su época, embajadores de una tierra que hizo del valor y el temple una seña de identidad propia. Ellos fueron los arquitectos de una tradición que, aún hoy, sigue marcando la historia taurina de nuestro país.
Los tres primeros —Chicuelo II, Montero y Pedrés— fueron la semilla y el vendaval que revolucionaron la tauromaquia local y nacional en los años cincuenta. Cuando la afición de Albacete comenzaba a soñar con grandeza, irrumpieron estos tres «mozos» que, desde caminos distintos, levantaron pasiones y encendieron rivalidades. Manuel Jiménez Díaz, “Chicuelo II”, nacido en Iniesta pero criado entre Albacete y Las Peñas de San Pedro, fue un torero de valor incontestable, de esos capaces de detener el pulso de una plaza. En apenas tres años ascendió de torear sin picadores a presentarse en Las Ventas y tomar la alternativa en Valencia de manos de Domingo Ortega, para más tarde confirmar en Madrid con una tarde memorable donde cortó cuatro orejas. En 1955 alcanzó la cúspide, toreando 67 corridas y disputando el trono del toreo a los primeros espadas del escalafón. Su vida se apagó demasiado pronto, en 1960, en un accidente aéreo cuando volaba hacia Manizales. Perdimos al hombre, pero ganó la historia y comenzó el mito.
Juan Montero, nacido en Albacete en 1928, caminó en paralelo al huracán de Pedrés, protagonizando con él una rivalidad que dividió la ciudad en dos bandos irreconciliables: monteristas y pedresistas. Su estilo, su clase, su hondura y su torería pura le granjearon un cariño especial del público. Toma la alternativa en Valencia en 1953 con Julio Aparicio y su amigo Pedrés como testigo, y aunque fue herido gravemente en varias ocasiones, nunca se dejó vencer por la adversidad. Se retiró en plena Feria de Albacete en 1968 y murió trágicamente en 1971, cuando se dirigía a un tentadero en Alcaraz. Fue un torero querido, admirado y respetado.
Pedrés, por su parte, nacido en Hoya de Vacas en 1931, fue el torero de la imaginación desbordada, el creador de muletazos imposibles como la pedresina y precursor de un toreo tremendista que generaba emoción pura. Tomó la alternativa en Madrid en 1952 junto a El Litri y dejó una estela de 359 corridas y una profunda influencia en generaciones posteriores. Su nombre aún hoy despierta una mezcla de nostalgia, admiración y devoción.
En aquellos años cincuenta, la afición vivió un torbellino de pasión. Montero o Pedrés, arte o arrebato, seda o fuego. Y mientras tanto, Chicuelo II, algo más apartado del ruido, esperaba su momento hasta que una tarde en Valencia lo catapultó a los grandes carteles, reivindicando su sitio entre los elegidos.
Tras ellos llegó el torero que más alto ha llevado el nombre de Albacete: Dámaso González. Hablar de Dámaso es hablar del temple convertido en religión, del valor seco, de los pases circulares que hicieron vibrar a España entera. Debutó como “Curro de Albacete”, tomó la alternativa en 1969 y confirmó un año después en Madrid. Fue figura indiscutible durante los años setenta y ochenta, acumulando triunfos dentro y fuera de nuestras fronteras. Toreó con los más grandes, llenó plazas, se retiró y volvió varias veces, y cerró su carrera en 2003. Su trayectoria recibió, a título póstumo, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2017. Para muchos, y no sin razones, Dámaso ha sido el torero más importante que ha dado esta tierra.
Después llegó la última gran figura albaceteña: Manuel Caballero, alumno de la Escuela Taurina de Albacete, quien tomó la alternativa en Nimes en 1991, tras abrir de novillero todas las puertas grandes de las plazas mas importantes de la tauromaquia, apadrinado por el propio Dámaso y acompañado por Jesulín. Toreó con regularidad en las ferias más importantes, salió dos veces por la Puerta Grande de Las Ventas y mantuvo durante la década de los noventa la presencia de Albacete en la cúspide del toreo. Se retiró en México, cortando un rabo y definitivamente, su última tarde, en Medellín en 2004, su hijo, Manuel Caballero quintanilla, recientemente matador de toros, en la pasada feria, ha abierto o la puerta a la esperanza de que la historia pueda continuar.
Tras ellos llegaron toreros importantes, de mérito indudable, como Manuel Amador Correas, Sebastián Cortés, José Gómez Cabañero, Antonio Rojas y tantos otros que supieron defender la torería albaceteña con dignidad, profesionalidad y sobre todo torería, cada uno en su concepto. Pero la realidad es que ninguno alcanzó la cima que coronaron los cinco grandes nombres de nuestra tauromaquia.
Hoy, Albacete sigue siendo tierra fértil, llena de afición, de niños que sueñan con trajes de luces, de escuelas y tentaderos que mantienen vivo un fuego antiguo. La afición aguarda, paciente pero expectante, a que surja un nuevo torero capaz de llevar, de nuevo, el nombre de la ciudad a lo más alto del toreo mundial. Porque esta tierra ya sabe lo que es dar figuras. Sabe lo que es mandar. Sabe lo que es escribir historia. Y quizá, en algún rincón de una dehesa o de un salón de entrenamiento, esté brotando ya la semilla del próximo gigante.
Hasta que llegue ese día, los nombres de Chicuelo II, Montero, Pedrés, Dámaso y Caballero seguirán marcando el compás. Ellos son la memoria viva, el orgullo de una afición y el legado que inspira a quienes sueñan con volver a poner a Albacete en la cima del toreo.
