Foto Mariano Giménez

De padres a hijos: la herencia del toreo en Albacete

Hay plazas donde el tiempo parece detenerse. Donde cada clarín suena como un eco del pasado y cada tarde guarda la memoria de las que ya fueron.

La de Albacete es una de esas plazas. En su arena dorada no solo se han escrito páginas de gloria por faenas inmortales, sino también por algo más sutil y más grande: la continuidad del toreo como herencia familiar, como destino compartido entre padres e hijos.

Por sus chiqueros han salido toros que vieron en su ruedo a un padre y, años después, al hijo que tomó su relevo. En sus tendidos, la afición ha reconocido apellidos repetidos en los carteles, como si la historia misma se resistiera a marcharse y encontrara en la sangre una manera de permanecer.

Sangre que torea, apellidos que no mueren

Basta abrir el libro de la memoria para descubrir nombres que se repiten con un respeto reverencial, ahí están João Moura y João Moura hijo, símbolos del rejoneo portugués que ha galopado en Albacete con la misma elegancia y templanza, o  la estirpe de Pablo Hermoso de Mendoza, que, con su hijo Guillermo, representa la perfección heredada en el toreo a caballo, dos formas de interpretar la lidia unidas por la misma doma del arte.

En el toreo a pie, la saga Manzanares ha llevado su apellido con orgullo. El padre, de hondura y serenidad; el hijo, de estética y modernidad. Ambos torearon en Albacete, y ambos dejaron en su muleta esa naturalidad que distingue a los elegidos.

También Dámaso González, el torero del pueblo, el que convirtió Albacete en su reino de torería y valor. Su hijo, Dámaso González hijo, heredó no solo su nombre, sino la dignidad de quien sabe lo que pesa ese apellido cuando pisa el ruedo de casa.

Y cómo no mencionar a los Caballero, padre e hijo, o a los Amador, tan ligados a esta tierra y a esta plaza que parecen parte de su albero. Familias que no solo han toreado, sino que han sentido el toreo desde la raíz, con la misma entrega que se aprende viendo al padre enfundarse el traje de luces.

Dinastías que perduran

En Albacete también se ha vivido la estirpe de los Rodríguez, los Cortés o los Perea. Hombres de distintas épocas, distintos estilos, pero una misma forma de entender el oficio: con respeto, con verdad y con vocación.

Y no se pueden olvidar los Rivera Ordóñez, hijos de Paquirri, nietos de Antonio Ordoñez, ni los Camino, con el maestro Paco y su hijo Rafi, ni los Litri, tres generaciones de raza torera que también dejaron su estela en el albero manchego.


Cada apellido, los Teruel, los Aparicio encierra una historia, una infancia entre capotes y monteras, una mirada al padre en el patio de cuadrillas, un “hoy te toca a ti, hijo” que resume una vida entera.

Los que acompañan el toreo desde dentro

También entre las sombras de las plazas hay herencias silenciosas. Padres e hijos, banderilleros, picadores, mozos de espadas… nombres que no aparecen en los carteles, pero que son alma del toreo. En Albacete, familias como los Poveda, los González, que han mantenido viva esa llama desde los burladeros, sosteniendo la profesión con discreción, profesionalidad y orgullo.

Una plaza que guarda su historia

Porque el toreo —como la vida— se hereda, se sufre y se ama y la Plaza de Toros de Albacete, con su historia centenaria, ha sido testigo de cómo esos lazos de sangre se transforman en arte. De cómo un apellido vuelve, una y otra vez, a escucharse en los tendidos, recordando que la tauromaquia es, ante todo, una cadena de memoria.

Aquí, en este albero, los hijos caminan sobre las huellas de los padres y cada paseíllo es también un homenaje, un reencuentro entre generaciones que hablan el mismo idioma: el del valor, la verdad y la emoción.

En Albacete, el toreo no solo se aprende: se hereda y en cada tarde, entre clarines y pañuelos, la historia vuelve a empezar con el mismo gesto, los mismos miedos y el mismo corazón torero.

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