Foto Mariano Giménez

Rafael de Paula, el duende que rozó el cielo también en Albacete

El toreo se ha quedado sin una de sus luces más misteriosas. Rafael de Paula, genio jerezano del arte y del silencio, falleció el pasado domingo, dejando un vacío que no llenarán los años ni las palabras. Su nombre no pertenece solo a los carteles o a las crónicas: pertenece al alma del toreo, a ese territorio donde el compás y la emoción se funden para siempre.

Fue un torero de inspiración, un elegido, un hombre capaz de convertir el miedo en música y el dolor en belleza. Nació para torear con el alma, aunque las rodillas le negaran a menudo el cuerpo. Aun así, cada vez que cruzaba la barrera, el público sabía que algo podía suceder, algo distinto, algo eterno.

Albacete, siempre exigente y sabia, fue testigo de su misterio en cinco tardes que quedaron grabadas en la memoria de la Feria de la Virgen de los Llanos. Paula pisó por primera vez el albero albacetense el 10 de septiembre de 1975, con toros de José Benítez Cubero. Aquella tarde, junto a Curro Romero y Sebastián Cortés, cortó una oreja en su debut, suficiente para intuir que su arte no cabía en los moldes de la rutina.

Regresó en 1976, con toros de José Luis Osborne, alternando con Paquirri y El Niño de la Capea. No fue una tarde de fortuna —aviso y bronca—, pero sí de matices: en cada cite, en cada muletazo inacabado, el público percibía que el jerezano toreaba desde un lugar distinto, casi místico.

En 1979, volvió con toros de Carlos Urquijo, en cartel con Paquirri y El Niño de la Capea. La tarde fue dura —pitos y bronca—, pero Albacete no olvida el modo en que Paula se iba detrás de la muleta, buscando el toreo como quien busca un milagro.

Su cuarta aparición, el 14 de septiembre de 1981, con toros de Los Guateles, estuvo marcada por la irrupción de un espontáneo, en una tarde donde compartió paseíllo con El Cordobés y Palomo Linares. Hubo división de opiniones, broncas, emoción contenida… y el sentimiento de que, con Paula en el ruedo, todo podía suceder.

Y aún quedaba una última cita con Albacete, el 10 de septiembre de 1989, con toros de Jandilla. Aquella tarde compartió cartel con Rafael de la Viña y un jovencísimo Julio Aparicio. El público le tributó palmas y bronca, mezcla de respeto y exigencia. El último toro que lidió en esta plaza llevaba por nombre “Regadera”, herrado con el número 22, negro mulato, de 480 kilos. Con él cerró su historia en Albacete, en una faena que, sin ser redonda, tuvo el perfume del torero de otro tiempo, del que torea con el alma y no con las estadísticas.

Rafael de Paula debutó en Ronda en 1957, tomó la alternativa en 1960 de manos de Julio Aparicio, con Antonio Ordóñez de testigo, y se confirmó en Madrid en 1974 con un toro de José Luis Osborne, de nombre Andadoso. Su retirada llegó en Jerez, el 18 de mayo del 2000, en una corrida tan íntima como su propia vida: no mató sus toros, pero sí se cortó la coleta, despidiéndose con la elegancia y la pena de quien sabe que su cuerpo ya no sigue el compás de su alma.

Hoy, desde la distancia del tiempo, Albacete puede decir que conoció el misterio de Paula. No fue el torero de las orejas ni de los números, sino el de los silencios hondos, el de las emociones contenidas, el de las faenas que se sienten y no se olvidan.

Porque Rafael de Paula no toreaba para el público: toreaba para el arte. Y en Albacete, como en Jerez o en Ronda, dejó su nombre escrito, no en mármol, sino en el aire, donde todavía suena su compás.

Se fue un torero irrepetible. Pero mientras exista un pase lento, un capote mecido y un silencio que suene a respeto, Rafael de Paula seguirá toreando en la memoria del toreo.

Cartel de la última feria en la que estuvo acartelado Rafael de Paula en Albacete

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