Foto Mariano Giménez

Ocho años sin Dámaso González: la memoria viva de un maestro

El 26 de agosto de 2017 la tauromaquia perdió a uno de sus referentes más queridos: Dámaso González, torero albaceteño, figura indiscutible de la segunda mitad del siglo XX. Hoy, en el octavo aniversario de su muerte, la afición recuerda no solo al torero de valor y temple, sino también al hombre sencillo, humilde y cercano, que nunca dejó de ser el hijo de su tierra y que llevó con orgullo el nombre de Albacete por todas las plazas del mundo.

Nacido en 1947, en plena feria, 11 de septiembre, Dámaso forjó su carrera en un tiempo en que el toreo era competencia feroz y el escalafón estaba plagado de gigantes. Su camino estuvo marcado por la dureza: en sus primeros años mató hierros de las denominadas “ganaderías duras”, un terreno donde pocos querían medirse y donde él fue labrándose el respeto de la afición. Esa dureza, unida a su constancia y al valor sereno que lo caracterizó, le abrió paso hasta situarse entre las grandes figuras de su tiempo.

Con oficio y una fe inquebrantable en sí mismo, se ganó a pulso el apodo de «torero de la afición» porque no había tarde en que no se entregara, sin guardarse nada. Sus faenas estaban marcadas por un temple especial, esa forma tan suya de torear despacio, de enseñar a los tendidos que la verdad del toreo está en dominar el tiempo y la distancia, y consiguió un «titulo» que muchos toreros desean, pero pocos llegan a lograrle, ser torero de toreros, que sus mismos compañeros le admiren y hablen de él, y no solo sus contemporáneos, si no los de la siguientes generaciones.

Pero más allá del torero, quedaba la persona. Quienes lo trataron hablan de un Dámaso generoso, campechano, de palabra fácil y corazón grande, siempre dispuesto a tender la mano y a escuchar. Esa humanidad fue la que lo hizo aún más grande a ojos de la afición y de sus paisanos. Sus compañeros lo admiraban de manera sincera, porque en él encontraban no solo un rival en los ruedos, sino un ejemplo a seguir. Dámaso consiguió algo que muchos toreros desean y pocos alcanzan: ser torero de toreros.

Triunfó en Madrid, en Valencia, en su Albacete y en todas las ferias de primera, Dámaso no necesitaba alardes ni gestos vacíos: su toreo era puro convencimiento. Supo sobreponerse a los momentos duros —cornadas, temporadas difíciles, exigencias del público y critica — y salir fortalecido, hasta lograr una carrera larga y sólida, que lo consagró como una de las grandes figuras de la tauromaquia.

Hoy, ocho años después de su adiós, su recuerdo sigue vivo en Albacete, donde cada Feria se invoca su nombre con emoción, donde una estatua a las puertas de la plaza de toros recuerda al maestro, y donde aún se le añora como si se hubiera ido ayer. En cada brindis, en cada tarde de toros en La Chata, su legado late fuerte. Dámaso pertenece ya a la memoria sentimental de su ciudad y de todos los que lo admiraron.

En tiempos en que la tauromaquia enfrenta retos culturales y sociales, la memoria de Dámaso González es un recordatorio de que la grandeza del toreo está en la autenticidad. Ocho años sin él, pero con la certeza de que su magisterio, su ejemplo y su humanidad siguen acompañando a la fiesta y a quienes la aman.

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